Seguramente a muchos esta pregunta les suena a antigua y tienen razón…lo malo es que, a pesar de ser antigua, pocas veces se le ha intentado dar una respuesta coherente y eso es lo que vamos a intentar:
El problema, con mucha frecuencia, está en la confusión entre dos conceptos que se toman como sinónimos y que, sin embargo, distan mucho de serlo: «Rentabilidad» y «Eficiencia».
La eficiencia se refiere simplemente a la optimización en el uso de los recursos; la rentabilidad consiste en la obtención de un resultado positivo de una inversión. No es lo mismo; una empresa privada puede hacer gala de la lentitud, torpeza, ineficiencia y capacidad de hacer chapuzas que, para muchos, parece que define al sector público. Sin embargo, todo esto puede ocurrir mientras haya rentabilidad; en el momento en que la rentabilidad disminuye o desaparece, se encienden todas las luces de alarma y es necesario tomar medidas que permitan aumentar la eficiencia. En caso contrario, la empresa privada afronta el riesgo de desaparición.
¿Y el sector público? Toda actividad que no sea rentable ha de ser financiada por alguien y, por una cuestión de simple ética, mejor será que la actividad valga la pena para el conjunto de los ciudadanos y que no se trate de que unos paguen el despilfarro o derechos discutibles de otros. Una ex-ministra llegó a afirmar que «el dinero público no es de nadie», afirmación que en otros paÃses habrÃa bastado para que la echasen a patadas del puesto y, sin embargo, en España no pasó nada. El dinero público es de todos y son muchas las actividades que se pueden encontrar que cumplen las condiciones señaladas y, como consecuencia, no toda actividad del sector público ha de ser rentable…pero sà eficiente.
Al final, los dos conceptos tienen un punto de contacto: La rentabilidad es un Ãndice de eficiencia que, siendo imperfecto, enciende una luz de alarma que no se puede ignorar cuando desciende. La imperfección del indicador permite que la ineficiencia exista en el sector privado y que sólo exista auténtica preocupación por la eficiencia cuando el indicador se acerca a valores peligrosos.
El sector público no tiene ese indicador y los intentos de tenerlo se cuentan por fracasos. Hemos tenido que llegar a una quiebra virtual del paÃs para que sus responsables polÃticos pasados y actuales se planteen -sin mucha convicción- que «a lo mejor alguien ha hecho algo mal» o, como decÃa Gila, «alguien ha matado a alguien». Cuando se ha intentado una imitación del sector privado con instituciones facturándose servicios entre sÃ, puesto que los «precios» estaban definidos por una autoridad superior, lo único que se ha conseguido es aumentar la burocracia con unos resultados nulos.
La búsqueda de indicadores de eficiencia en el sector público no es nueva y siempre se han encontrado formas de retorcerlos. Donde hay una voluntad hay un camino y, si la voluntad es de engañar, también encontrará su camino. En el sector privado, la rentabilidad es la espada que sirve para deshacer el nudo gordiano mientras que en el público son muchos los que se afanan en intentar deshacer el nudo.
La administración norteamericana en la etapa Carter utilizó el presupuesto en base cero y funcionó transitoriamente pero no nos engañemos: Se trató de un mero efecto-sorpresa que, una vez desaparecido, invitó a volver a la forma anterior de presupuestar menos costosa y que conseguÃa el mismo nivel de eficiencia, es decir, ninguno.
Actualmente se están haciendo intentos en la lÃnea Balanced Scorecard y podrÃan tener mejor fortuna ya que tratan de contemplar múltiples perspectivas al mismo tiempo. El tiempo nos dirá si podemos tener herramientas de medición que permitan apuntar hacia mejoras de la eficiencia en el sector público pero, hoy por hoy, se trata de una tarea pendiente y, para avanzar en ella, también se necesita que los polÃticos asuman una idea como propia: Cada céntimo público es sagrado. Mientras no sea asÃ, seguiremos poniendo capas de maquillaje.
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